miércoles, 8 de abril de 2009

Superclásico

Eran las 14:58 en la estación San Joaquín. Parado sobre el andén, dirección Vicente Valdés, sentía la pesada mochila sobre mis hombros, delatando mi calidad de estudiante. Esperaba impacientemente el tren, comprobando la demora característica del metro los fines de semana. Sin sentarme, esperé unos segundos y siento a mi costado derecho, a mi espalda, gritos tratando de modular notas, tratando de cantar, dilatando la laringe lo más posible, un himno de guerra, una afrenta contra los ajenos a su especie, una canción de estadio, alentando a su equipo, el albinegro, el tetracampeón, ese que mi padre tanto desprecia, y mi hermano solía apoyar. Cuando llegaron a la estación, tuve la oportunidad de apreciar su nivel de cultura, de respeto por la sociedad, como salían de la ventana, ondeando una bandera de cuatro cuadros, blanco y negro, blanco y negro. Vi como lanzaron una lata de cerveza, dirección basurero, desde su tren, hacia el andén donde estaba yo parado. Pude ver a la gente, mirándolos sin poder hacer nada al respecto, entre los cuales había incluso colocolinos, cuyo equipo desgraciadamente me había tocado alguna vez saber, y con una mirada de desprecio, de admiración, de repudio, y de indiferencia. Traduje su canto, y, tratando de cribar las groserías en sus palabras, comprendí que su equipo estaba por enfrentarse a su mayor rival. Traté de asumir que era un acontecimiento importante para ellos, y comprender su emoción, pero no pude. No podía sentir más que impotencia ante su golpeteo, dañando la estructura del tren. Claramente se podía ver como rayaban las paredes, anuncios, y vidrios dentro del vagón, esos que entraron gratis al sistema, que solo conocen el Transantiago para quejarse de él, y no pagar por usarlo…

Cuando el tren se disponía a partir, aduje el fin de mi sufrimiento temporal, para seguir esperando el tren que a mí me llevaría a destino, pero no pude aguantar mis ganas de dañarlos con su propio fanatismo, y un “¡¡¡Grande la U!!!” grité desde el fondo de mi alma. La reacción no se hizo esperar, y escuché una burla general desde adentro del tren, un mismo sonido, exacerbadamente gutural, pudiendo graficarse como un “Wwwwww…” continuo, mezclado con una E, sonando como un bostezo. También oí frases como “¿Quién fue el aweonao?” o “¡Zarpao culiao!” y a veinte jóvenes de talvez catorce a veinticinco años fuera de las ventanas del único vagón en el que estaban, de la cintura para arriba, insultándome, y tratando de hacer llegar sus botellas de cerveza, lanzándolas a mi persona. Incluso algunos pasajeros en potencia, desde el mismo andén donde estaba yo parado, acompañaban a los flaites imitando sus gestos, modulando el mismo sonido de bostezo, y poniendo las manos a la altura de su pecho en forma de pote, como agarrando una pelotita de aire, como si su mandíbula se fuera a caer.

…Pero yo sólo sonreía. Sonreía al poder comprobar su inteligencia. Sonreía porque sentí como llegaba mi tren…

Mujeres gritaron, el chofer trató de frenar y yo lo vi tratando de protegerse. Muchas personas retrocedieron por impulso, algunas hasta procedían a bajar las escaleras y yo sólo sonreía. Los flaites, preocupados únicamente de herir mis sentimientos, solo alcanzaron a oír un “¡¡¡Cuidado!!!” casi general, al unísono, de todos los presentes, mientras yo sólo sonreía.
Un fortísimo sonido de huesos quebrándose emanó del tren que casi terminaba de irse, y yo sonreía. Lluvia roja, huesos y carne saltando en el aire, con gorras de marca y poleras blancas, saltando en todas direcciones… y yo sólo sonreía…

Cuando el tren llegó, mucha gente miraba desconcertada las manchas rojas en sus ventanas, y algunas trataban de buscar un culpable, mirándome con espanto, mirándome a mí, el que sólo sonreía sin inmutarse, y fue el que produjo que los occisos en potencia salieran de sus ventanas. Un pedazo de carne cayó a mi lado, un cerebro ensangrentado, un pedazo de carne, y encima de él, un jockey blanco y negro. Lo vi sonriente, feliz, sin intenciones de hacerle cosa alguna, ni siquiera de llevármelo como trofeo…

Sonó el pitido de la apertura de puertas, y se prendió la luz roja. Yo sonreía. Entré al tren, y para cuando se hubiesen cerrado las puertas, vi mi reflejo en el vidrio reflectante, viendo a un joven sonriendo pacíficamente. El tren se iba cuando sonó un “Pip, pip!” y miré de reojo mi reloj, mostrando las 15:00…

Nunca antes había disfrutado un superclásico.

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